domingo, 12 de agosto de 2018

Sincericidio

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 Amor,
estoy en el filo de un séptimo piso
y el tiempo está empujándome;
                                                   el silencio me sostiene los brazos.

 Amor,
es cierto que te quiero,
y como a todas, te querré toda mi vida,
 pero a veces te dudo.
  ¿Te querré toda mi vida?

 Amor,
cada día esperarte se me hace más fácil.
 La aguja tocándome el hombro por segundo
ahora es mi amiga.
 Cuanto más me toca, más me gusta.
                                                             El roce hace el cariño.

 Amor,
 mi mente es miope.
Te recuerdo borrosa, como un día nublado.
 Me mareo; te veo y no te veo.

 Amor,
lo que vendrá es tu futuro.
Lo que vendrá es mi futuro.

 Amor,
hoy puede ser el último día que te llame amor.
 Hoy puede ser el último día que me llame el amor.
   Hoy puede ser el último día que seamos amor.

 Amor,
la primera vez que me callaste con tus labios,
te juro que no tenía nada que decir.
 Mas la última vez que me calles con tus labios,
te juro que estaré a punto de explotar.

 Así que,

 amor,

 corre, bésame. Antes de que cometa
                                                             un sincericidio.







miércoles, 11 de abril de 2018

Ella

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 Ella sale todos los días.
 Es más, sale también todas las noches.
 Los lunes después de trabajar dice que va a casa de Marina, una amiga que hizo cuando estudiaba italiano.
 Los martes, miércoles y jueves, sale a "beber unas cervecitas y comer unas tapas" con gente del trabajo.
 Los viernes y sábados, a cuidar a su madre.
 Los domingos se queda en casa.

 Es verdad, no sale todos los días.
 Es menos, tampoco sale todas las noches.
 Los domingos vemos películas de las que nunca recordamos el nombre. Podríamos haber visto cada domingo la misma película durante estos ocho años y no nos hubiésemos dado cuenta.

 Siempre espero a que llegue a casa.
 Se quita los tacones y se tumba en la cama.
 A veces se queda dormida directamente, y tengo que ayudarla a ponerse el pijama.
 Otras veces trae una tajada que podría mandarla al hospital. Ella repite que será la última.
 Los domingos se queda dormida en el sofá.
 Y yo duermo en el sofá con ella.

 Desde la primera noche que salió sé adónde va.

 Roberto.
 Mario.
 Antonio.
 Joaquín.
 Patrick, ese holandés del trabajo.
 Julio.
 Alejandro.
 Rubén.
 Alberto.
 Rodrigo.
 Daniel.

 Cada noche es un nombre nuevo.
 Cada noche es un hombre nuevo.

 Me importaría.
 Bueno, mejor dicho, me importará.
 Pero sólo la noche en la que, mientras la espero leyendo un libro, no aparece.

 Claro, primero sería preocupación.
 ¿Le habría pasado algo?
 ¿Alguno de esos hombres le habría hecho algo?
 ¿Habría tenido algún accidente con el coche?

 Si al día siguiente la viese respirando en el cine,
o en un parque,
en una tienda de segunda mano,
en una farmacia,
en una iglesia,
en un banco...

 todo habría acabado.

 Pero no me importa con quien salga,
a quien bese,
a quien le dé todo pasionalmente.

 Al final siempre acaba volviendo a mí.
 Al final siempre acaba dormida en el sofá a mi lado.
 Al final siempre acaba llamándome cuando ocurre algo.
 Al final siempre acaba hablando conmigo sobre cuestiones profundas de la vida.
 Al final siempre acaba pensando en mí cuando está feliz, o cuando está triste.
 Al final siempre acaba pasando años y años aquí.
 Al final soy yo ese a quien ama.

 Lo demás que haga no me importa.
 Soy yo quien la hace reír.

 Es aquí donde olvidó su corazón.
 Y será aquí donde vuelva cada noche a recogerlo.

 Ella sale casi todos los días.
 Es más, sale también casi todas las noches.
 Pero haga lo que haga, siempre vuelve a su hogar.
 Y a casa también.




miércoles, 21 de febrero de 2018

Chico limón

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 Un día de verano, con el Sol crepitando y nada más y nada menos que una gorra color beige que me protegiese de la amnesia que podría producirme tal temperatura, salí a perderme. Por si, quizá, conseguía encontrarme.

 Empujado por mi propia sombra, que temblaba de calor, entré en un parque lleno de árboles. Había tantos árboles, que me sentía espiado por el mismísimo Tarzán. Fue entonces cuando divisé, apartado, un árbol todavía mediano, de unos tres metros, silbándome. Siguiendo su canto intermitente, llegué. Me senté bajo la sombra que proyectaba, para que la mía pudiese tomar el relevo e ir a tomarse un café (con hielo).

 El parque parecía pequeñísimo desde aquel lugar, como si la gran cantidad de árboles que me obligó a sentir claustrofobia, se hubiese disipado. Como si los árboles hubiesen agarrado sus raíces y se hubiesen alejado de nosotros.

 Como era un día de verano, no sólo el calor olía a desierto, sino que propiamente lo parecía. Ni un alma que no fuese la mía.

 Bajo aquel búnquer a modo de capa que conseguía tapar todo mi cuerpo y protegerme de parecer un joven turista británico, decidí cerrar los ojos. Y abrirlos. Y volverlos a cerrar. Y abrirlos. Y cerrarlos, hasta que mi fuerza para abrirlos se hubo reducido por completo.

 Poco tiempo duré en el mundo onírico cuando hice la interferencia hacia el mundo real y sensible por culpa de un ruido. Me levanté del suelo con la rapidez de un ciervo al oír el primer disparo.

 Cuando me aclaré los ojos y la mente, observé la situación.

 Había una chica muy pequeña. Pequeñísima. Como si la hubiese amoldado un zapatero. Ella me miraba desde el suelo. Le quise preguntar qué hacía ahí, pero las palabras parecían atascadas en mi tráquea, y podía sentirlas quejándose por el tráfico. Entonces, ella pronunció:

 ¿Llegas a ese limón?

 "¿Qué limón?" fue lo que mostró mi cara pero mis palabras no supieron componer. Aun así, lo comprendió, y señaló hacia la copa del árbol.

 No muy arriba había un sólo limón, que parecía retarnos.

 Estábamos bajo un limonero.

 Me quité la gorra beige, que parecía blanca al sol, y me acerqué al tronco del árbol.

 Ella, desde pocos centímetros del suelo (o eso me parecía a mí), miraba con los ojos bien abiertos cómo intentaba mover el tronco del árbol. No hubo manera, el limón seguía sujeto, y parecía sacarnos la lengua a este punto.

 ¿No puedes subir?

 El árbol no era muy alto, es cierto, pero parecía complicado trepar un tronco desnudo. Negué con la cabeza.

 Ella se puso el dedo índice en la barbilla, mirando hacia otro lado. Hasta que, al cabo de medio minuto, se acercó a mí. Me giró, poniéndome de espaldas hacia ella, y con toda la fuerza que parecía no tener, saltó encima mía. Intentando no perder el equilibrio, agarré sus piernas. Ella, una desconocida, estaba a caballito sobre mí. Pesaba tan poco que podía ser una nube.

 Miré hacia arriba, observando cuál sería su jugada ahora. Alargaba su corto brazo hacia la rama en la que estaba el limón, pero no llegaba. Intenté hacer lo mismo, así que alargué el brazo por debajo del suyo, sujetándola con fuerza con el otro, para evitar un desastre catatónico. Ella miró hacia abajo cuando vio que lo estaba intentando.

 A pesar del esfuerzo, no conseguimos llegar, así que desistimos. Nos sentamos a la sombra del limonero a descansar después de este pequeño combate perdido; aunque no la guerra.

 La miré, mientras ella miraba hacia una hoja con la que jugueteaba con sus manos. Tenía pequeñas pecas en las mejillas y en la nariz. Su pelo azul marino le tapaba las orejas, pero me gustaba imaginar que era la parte de su cuerpo más pequeña.

 Al cabo de unos minutos en silencio, se levantó, se quitó el polvo de los pantalones y se giró hacia mí. Levanté la mirada, e hicimos contacto visual.

 Te llamaré chico limón, ¿vale, chico limón?

 Después de eso, se fue. La vi alejarse entre el ambiente selvático, como si los árboles del parque hubiesen vuelto a unirse a nosotros.

 Al día siguiente, otro día de verano en el que la gorra beige no sólo ocultaba mi pelo rubio, sino también mi sudor, fui hacia el mismo parque. Esta vez decidí traer un palo largo, uno de esos que usaba mi madre para que las flores y árboles del patio no se torciesen. Cuando llegué allí, ella no estaba, pero intenté conseguir el limón, para dárselo si volvía.

 Salté, intenté escalar, me caí, grité, susurré, canté, hice todo lo que se podía hacer a un árbol, y el limón seguía sin caer.

 Se hizo de noche, así que volví a casa.

 Cada día de verano volví al mismo parque y al mismo limonero para intentar bajar el limón. Cada día llevaba una nueva herramienta, un nuevo ejército protagonizado por mí y yo mismo para hacer bajar a ese limón. Un día con un zapato viejo, otro día con una cuerda, otro día con una caña de pescar, otro día con una flauta, otro día con un libro de poesía. Y aun así, no bajaba. Y aun así, ella no apareció.

 No quería darme por rendido, pero lo hice. Compré una bolsa de cinco kilos de limones, y poniendo todo mi cuerpo y casi alma para llevarla, la coloqué debajo del limonero. Tras el cansancio de llevar algo tan pesado y con la sombra del árbol que parecía casi abanicarme, decidí cerrar los ojos. Y abrirlos. Y volverlos a cerrar. Y abrirlos. Y cerrarlos, hasta que mi fuerza para abrirlos se hubo reducido por completo.

 Antes de incluso llegar a viajar por el mundo onírico, sentí un toque casi divino en mi hombro. Abrí los ojos. Era ella. En cuanto nuestros ojos se encontraron, no pude evitar sonreír. Ella no me abandonó en ello.

 Chico limón, eres muy dulce.

 Y entonces, como si de un ábrete sésamo se tratara, el limón del limonero; el limón imposible; el limón del verano, cayó entre ella y yo.

 No era muy tarde, pero al ser el último día del verano ya empezaba a anochecer antes.

 Ella cogió el limón del limonero, dispuesta a irse. Los demás limones quedaron allí, a los pies del árbol ahora sin fruto.

 Me voy, pero en algún momento volveré. Espérame.

 Intentando que esta vez las palabras consiguieran ordenarse para desfilar una por una, abrí la boca:

 Te esperaré todo lo que haga falta. Soy tu chico limón.

 Me tumbé en mi cama, y repetí esa conversación de manera infinita en mi cabeza, dándole tantas vueltas que pude sentir el movimiento de rotación de la Tierra.

 Sin querer, cerré los ojos, y viajé por el mundo onírico, donde me encontraba con ella.
  Una y otra vez.
   Una y otra vez.
    Una y otra vez.
   Así, cada verano de mi vida.





miércoles, 31 de enero de 2018

Planeta innombrable

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 Tus labios están pasándome factura,
y no puedo pagarla.

 Créeme, esta vez será la última.
No creo que vuelva a llamar hogar
a nadie.
 Se cerró la puerta de golpe
dejándome encerrado en el exterior.
 Y el corazón
me lo dejé en casa.

 Porque sí, es posible
abrir la misma herida,
pero curarla por segunda vez es
otra historia.

 Qué filantropía y qué mundo,
qué incógnita del caos tan bien resuelta,
qué todo a tiempo.
 Solía decir.

 Ahora,
 ¿qué hacer?
  ¿Se te ocurre algo?
¿Se te ocurro yo?

 Qué voy a ocurrírsete yo.
Eres tú quien se me ocurre a mí,
 que te recuerdo con la misma maldita canción,
que me acompaña cuando soy mitad alegoría mitad metáfora,
que me acuna el día antes de ser adulto,
que me grita y mi oído lo reconoce como susurro.

 ¿A quién se le ocurre?

 Estoy desesperado.

 No espero que vuelvas por Navidad.
Pero cuando lo hagas,
 juro que ese día
se convertirá
en fiesta internacional.

  El desamor es percatarse del movimiento de la Tierra
                                                                                        y marearse.